jueves, 7 de enero de 2010

“EL SECRETO DE SUS OJOS”

EL REFLEJO DE LO QUE FUIMOS… (Y SEREMOS)

Por: Javier Gutiérrez (SABERIUS)


FICHA TÉCNICA

DIRECTOR: Juan José Campanella.
GUIÓN: Juan José Campanella y Eduardo Sacheri.
PRODUCCIÓN: Gerardo Herrero, Mariela Besuievsky y Juan José Campanella.
FOTOGRAFÍA: Félix Monti.
CINEMAT/MONTADOR: Juan José Campanella.
MÚSICA: Juan Federico Jusid.


FICHA ARTÍSTICA

RICARDO DARÍN: Benjamín Espósito.
SOLEDAD VILLAMIL: Irene Menéndez Hastings.
PABLO RAGO: Ricardo Morales.
JAVIER GODINO: Isidoro Gómez.
GUILLERMO FRANCELLA: Sandoval.


El realizador Juan José Campanella regresa a la gran pantalla tras las magníficas “El hijo de la novia” y “Luna de Avellaneda”, con una personalísima producción de cine negro, interpretada con acierto y holgado talento por el reconocido Ricardo Darín y una deslumbrante Soledad Villamil.
La cinematografía argentina, capaz de revisitar los géneros y revolucionarlos, transformándolos con su escuela propia, al pasarlos por su tamiz e idiosincrasia, ha conseguido esta vez resucitar con vigor e inusitada originalidad, el género negro al que se recurre en ocasiones con excesiva facilidad para dotar a las películas de cierta comercialidad. Utilizado por autores noveles y consagrados como marco para presentar sus propuestas o como ejercicio de estilo, el policiaco, que no sólo se nutre de tramas detectivescas, sino también jurídicas, o con investigaciones periodísticas, ha sido protagonista de grandes obras del cine independiente como la que nos ocupa.
La película nos introduce en una escena clave del pasado: una dramática despedida en la estación ferroviaria de los personajes protagonistas, arropada con asombrosos efectos visuales que dotan a la escena de un lirismo desgarrador, con una estética pictórica profusa en elementos románticos, de exaltación sentimental, como si el director hubiera decidido capturar así no sólo la impresión del instante, sino también su intensidad.
Los rasgos esbozados terminan por definirse tras un salto en el tiempo que nos sitúa cronológicamente en una época contemporánea, cuando Benjamín Espósito, el espléndido Ricardo Darín, que encarna a un secretario judicial jubilado, investiga un antiguo caso criminal para inspirarse en el argumento de su nueva novela.
El actual oficio de escritor colmará el vacío que se ha instaurado en su vida, pero también resulta el pretexto ideal que dirige sus pasos, de nuevo, hacia Buenos Aires. En esta ciudad tendrá lugar, asimismo, el reencuentro más importante de su vida: Irene Menéndez Hastings, a quien da vida Soledad Villamil, quizás en uno de los mejores papeles de su carrera interpretativa. A través de un nuevo salto al pasado, esta vez hacia los años setenta, sabremos que se trata de su jefa en el juzgado y la mujer de la que se enamoró. El retroceso temporal nos sitúa en la Argentina de la dictadura, de la devastación y el terror que impusieron las juntas militares, con los miles de desaparecidos…
En este contexto histórico aparecerán nuestros peculiares y excéntricos personajes, despistados y surrealistas, alcohólicos y mujeriegos, más propios de Esperando a Godot o La cantante calva, antes seres disparatados que funcionarios judiciales. Esta es su respuesta ante el aparato judicial corrupto: la abulia y excusa, como las jocosas contestaciones de Salvador ante las llamadas insistentes que lo requieren, o sus improvisadas incursiones en la vivienda de una anciana donde resultan atacados por un inofensivo perrito de compañía y donde no pueden dejar un rastro más evidente de su presencia. De alguna forma este comportamiento terminará invistiéndoles con los galones de otra excelencia, la que no es cómplice de las desapariciones y torturas, la que elude los compromisos que tan sólo pueden conducir a la consolidación forzosa de un estado totalitario.
Benjamín finalmente logrará no sólo descifrar los misterios de un brutal homicidio, sino alcanzar incluso el prestigio y la estima de sus colegas tras conocer a Ricardo Morales, un hombre cuya única voluntad reside en el esclarecimiento de la verdad y la consecución de una justicia, allí donde la haya, tras la terrible pérdida de su mujer.
Esta actitud desafiante, de esperanza renovada, guía a Irene, Benjamín y Salvador, en su complejo periplo, colmado de obstáculos y cortapisas, para dar con el paradero del homicida, a pesar de las consecuencias que pueden acarrearles. De esta forma restablecen principios que ya creían perdidos para siempre, en medio de la confusión y la violencia, como el deber por vislumbrar el final del enigma y desenmascarar al culpable: esa máxima que inspiraba los pasos del propio Ulises, formulada por Sófocles en su “Antígona” o escenificada por Shakespeare en “Hamlet”.
Los antihéroes de Campanella llevan a arriesgar incluso sus propias vidas para recuperar el sentido de esa profesión quizás si en un tiempo respetada, ya desprestigiada, manteniendo encendida su antorcha en medio de la oscuridad que envuelve a una selva enmarañada de intereses económicos, favores pagados con ascensos, promociones como forma de transacción, inoperancia de las instituciones y de las administraciones judiciales, algo a lo que ya apuntaba el cine negro clásico de los años cuarenta y cincuenta.
La ironía y el humor recorre no sólo la construcción de los personajes, sino los mismos diálogos, la confección del guión, la trama argumental, alcanzando un equilibrio delicado, tan sólo reservado a los grandes directores, capaces de supervisar una pareja labor de dirección artística, puesta en escena y dirección de actores, lo cual aporta una difícil coherencia narrativa al conjunto.
Con esta producción, además, Campanella ha conquistado una cima que parecía tan sólo reservada a las producciones de grandes presupuestos: consigue levantar un cine lleno de ambiciones y de impecable factura, al tiempo que logra profundizar en la grandeza humana, en el sentido de la dignidad del individuo sencillo como respuesta definitiva a los oscuros temores, a nuestros más ocultos interrogantes.

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