jueves, 7 de enero de 2010

"ÁGORA"

LA PLAZA PÚBLICA DE NUESTRA ETERNA
CONTROVERSIA

por JAVIER GUTIÉRREZ (SABERIUS)

Los grandes dilemas de la humanidad revividos sobre el escenario de un mundo en crisis, la persistente dicotomía entre la fe y la razón, la convivencia pacífica acompasada por una heterogeneidad de pensamiento o la imposición de tendencias homogeneizantes, la religión monoteísta ante el panteísmo, el monopolio imperialista que somete a una mayoría a la sumisión o la tolerancia que promueve la diversidad; la película de Alejandro Amenábar despierta cuestiones propias de nuestra realidad convulsa que pide, ahora más que nunca, nuevas revisitaciones.
La impecable factura técnica de “Ágora” y las increíbles audacias visuales componen un sublime mosaico existencial, histórico y científico, merced a esa inusitada adecuación entre forma estética y fondo argumental: la contemplación que los seres humanos tienen de las estrellas y el plano correlativo que desde las mismas se nos ofrece del planeta, en una imagen donde se condensa la variedad de las voces que expresan múltiples ideas como backstage polifónico. Esta asombrosa metáfora es capaz de ilustrar con una panorámica cósmica la paradoja de las preocupaciones humanas, marcadas principalmente por las diferencias en su forma de pensar y la minimización de las mismas ante esta visión astral de la tierra. El original contraplano estratosférico se aproxima, mediante tomas aéreas, cenitales, para mostrar los movimientos de masas, alterando su distancia y velocidad como si la asemejara al tamaño y ritmo de los insectos, en otra hermosa parábola sobre la pequeñez de nuestras controversias si elevamos la mirada hacia la infinitud del Universo. Ésta es precisamente la constante que cruza el filme, y la permanente invitación de Hypatia...
“Ágora” es un original y arriesgado peplum que elige como protagonista absoluta a una mujer en un mundo aún androcéntrico y dominado en número por referentes de filósofos y científicos mayoritariamente masculinos. De nuevo Alejandro se adelanta a una época que aún parece reacia a aceptar e incorporar los nuevos modelos de femineidad como eje sobre el cual pivote no sólo el centro argumental de una película sino los orígenes de ese inmenso legado que pudo suponer la biblioteca de Alejandría para el desarrollo definitivo de las ciencias, el conocimiento y el pensamiento humanos.
No es difícil extrapolar la necesidad de atesorar un cierto poder imperialista presente en el cristianismo emergente durante el siglo IV con el actual imperialismo norteamericano, ni establecer comparaciones equiparables con respecto a las similitudes entre los fanatismos de un lado y los fundamentalismos de otro, incluso las paradojas intrínsecas del propio personaje central, transformado en icono contra el dogmatismo religioso cuando se apunta a su preexistencia como mito burgués creado por la Ilustración para explicar la culminación del progreso humano. Pero, ¿tanto como para pensar que tan sólo se trata de una disputa de intereses materiales propios de la lucha de clases?. En la película se hace patente cómo el paganismo romano, su sistema de creencias y valores, el orden político imperial y su legado cultural mantienen el orden esclavista que consolida las élites académicas alejandrinas, a sus pensadores y científicos, mientras la Iglesia ya ha instaurado el cristianismo como la religión oficial del nuevo Imperio, como su principal emblema ideológico y político.
Esta contraposición es tan acusada que el devenir histórico nos ha hecho comprender cómo la implantación de uno casi siempre ha supuesto la aniquilación del otro, aunque los nuevos sistemas democráticos apunten hacia el tiempo de las treguas.
Pero las violentas luchas intestinas del pasado ¿convierten a la película en un mero conflicto de intereses?... ¿Es completamente equiparable esta controversia a la actual entre el fundamentalismo islámico y el mundo occidental, o a la batalla material entre las emergentes burguesías árabes y el orden capitalista norteamericano?...
Es cierto que en el siglo IV reaparece un escenario muy similar, con el imperialismo económico romano en decadencia, lo cual favorece la eclosión de nuevas potencias emergentes que entonces expanden su arrolladora influencia mediante unas creencias religiosas que las unifican y que llegarán a su máxima expresión colonizadora, o de exorbitada virulencia, en la época de las Cruzadas.
Resulta asimismo inevitable compararlas a las nuevas “cruzadas” emprendidas por el ejército más poderoso de nuestros tiempos, impulsado por el afán totalizador y la cobertura ideológica y religiosa de una “corriente principal” o main stream, capaz de aniquilar toda propuesta distinta bajo la disculpa de mantener una línea continua en pos de una supuesta coherencia de ideas, de una pretendida cohesión de pensamiento…
Esta visión caracteriza igualmente al predominio avasallador del cine comercial sobre el cine independiente, algo que el mismo Alejandro Amenábar ha procurado evitar en esta producción, rompiendo el molde de los filmes destinados a grandes audiencias con presupuestos de superproducción. Quizás sea éste el templo del saber que Alejandro desea preservar de todo “incendio devastador” propagado por las producciones hollywoodienses. No en vano él ya había recibido renovadas ofertas para dirigir películas al estilo de las majors. Sin embargo, con su instinto de insobornable realizador adelantado a su tiempo, logra conservar este asombroso legado cultural, biblioteca y faro de la humanidad como el propio Faro de Alejandría, aunque forme igualmente parte de una élite representada por una minoría (y en su caso en un ejemplo único, irrepetible, una especie en auténtica vía de extinción). En medio de todo ese afán por conservar los preciados manuscritos y obras de arte, es cierto que el realizador llega a transmutarse en la propia Hypatia, no sólo en su élite aristocrática, sino sobre todo en el mantenimiento de sus principios como director independiente que no sucumbe ante la tentación del cine entendido sólo como industria, de la misma forma que Hypatia se abstenía de pactar con el nuevo poder cristiano personificado en el obispo Cirilo.
Y junto a ella la existencia de pupilos y esclavos como Davos quien, bajo el influjo de la obligada repudia de su ama, se une a los parabolanos, abrigando su causa para evitar el sufrimiento del desamor y, finalmente, para evitar que la propia Hypatia caiga en una de las peores torturas, en el ocaso de su existencia, con la caída de Orestes.
El principal pilar o viga maestra sobre la que se asienta la película sin duda es su aliento científico, la voluntad edificante y constructiva que subyace en su contenido, su capacidad ilustradora. Y esta es la causa por la que, quizás una buena parte de la crítica, demasiado imbuida por la tendencia mayoritaria de las producciones comerciales, la considere algo dilatada, densa, academicista… Algo que precisamente se echa en falta en las actuales producciones, que hacen aguas precisamente por la ausencia de un argumento de sólido contenido, avalado por toda una investigación histórica, científica, sociológica, antropológica, el verdadero armazón estructural de una gran película, aunque sus costuras muchas veces permanezcan invisibles…
Tampoco se ha comprendido la disyuntiva interna de Hypatia, a quien la crítica representativa de la doble moral le achacaba una carencia pasional, ajena al sentimiento amoroso o a la propia sensualidad, cuando en realidad su tajante decisión de continuar por la senda del adalid intelectual que no debe mostrar preferencia amorosa por uno de sus pupilos en detrimento de los demás, aporta al personaje una coherencia crucial.
Alejandro Amenábar, en su camino hacia la comprensión de la astronomía, buscando un significado en torno al movimiento de los astros y la configuración interplanetaria, compendia el pensamiento griego clásico, con explícitas referencias a Euclides (y a sus “Elementos”, “Geometría” y “Álgebra”), a Ptolomeo y a su estudio sobre las estrellas fugaces, la trayectoria de los planetas y sus satélites, la base científica sobre la que Copérnico construiría años después su teoría heliocéntrica, y que inspiraría igualmente las tesis de Galileo y Kepler. Los antagonismos entre la fe y la razón ocuparon el tiempo y genio de insignes filósofos y teólogos como Tomás de Aquino o San Agustin, los enciclopedistas franceses o los teólogos medievales españoles.
Tampoco debemos olvidar esos templos del conocimiento que durante la dinastía de los Omeyas y de los Abasíes procuraron mantener en la Casa del Saber o de la Sabiduría, en ciudades conservadoras de la cultura y del saber alejandrino y clásico como Bagdad, Damasco y Córdoba. Y en efecto, dentro de esta nueva revisión a ultranza de nuestros valores, del orden social, económico y geopolítico, no podemos permanecer ajenos al papel desempeñado por la filosofía árabe, por la cultura musulmana, como correa de transmisión del conocimiento atesorado por los filósofos y científicos antecesores.
La Escuela de Traductores de Toledo o la mencionada Bayt Al-Hykma o Casa de la Sabiduría de Bagdad, estaba compuesta por eruditos cristianos, judíos y árabes, una mezcla entre biblioteca, universidad y escuela de traducción que se ocupó de la deferencia hacia el otro, en pos de las culturas “extranjeras”, de la filosofía, ciencia y medicina griegas, de las obras de Galeno, Hipócrates, Platón o Aristóteles, y de comentaristas como Alejandro de Afrodis, Themistenes o Juan Filoponos.
Los métodos de investigación desarrollados en Alejandría por el círculo de Hypatia permanecen vivos en las secuencias de la película de Amenábar, tanto como años después los preservarían los países islámicos en la manera de proceder de lo conocido a lo desconocido, de observar con exactitud fenómenos para deducir las causas por los efectos, de aceptar como hecho sólo lo que había sido demostrado empíricamente, como nuevos preceptos enseñados por los maestros. Los árabes del siglo IX mantuvieron este valioso método científico para desarrollar hipótesis teóricas que les conducirían a los grandes descubrimientos. Y la película sintetiza todo este espíritu investigador, así como el movimiento elíptico trazado por los planetas, teoría que Hypatia desarrolla en una de las secuencias para explicar la visión única de la esfera solar, los ciclos y las trayectorias cónicas planetarias, utilizadas años después por el propio Johannes Kepler para completar sus teorías sobre el movimiento interplanetario y la disposición de las órbitas, explicando así el flujo de la luz y la frecuencia de las estaciones.
Alejandro nos descubre una realidad más cercana a nuestras pulsiones y conocimientos, hallazgos y emociones, de lo que podemos apreciar desde la propia epidermis, a ras de nuestra esfera terráquea. El fascinador brillo de la atmósfera, que asemeja nuestro hábitat a una preciada joya que debe ser conservada en su integridad, nos introduce poco a poco, a través de las nubes de la diferencia o de la controversia, en nuestra propia Historia, profundizando cada vez más en el comportamiento del ser humano y en su ilimitado ámbito de actuación.
Ya sólo por este afán ilustrador y por la consecución de abarcar lo que inicialmente parecía inescrutable, inasible, merece nuestro más sincero aplauso…
Después de presenciar un espectáculo tan completo le dedico mi más profunda admiración, y el más sentido respeto cinéfilo…

“EL SECRETO DE SUS OJOS”

EL REFLEJO DE LO QUE FUIMOS… (Y SEREMOS)

Por: Javier Gutiérrez (SABERIUS)


FICHA TÉCNICA

DIRECTOR: Juan José Campanella.
GUIÓN: Juan José Campanella y Eduardo Sacheri.
PRODUCCIÓN: Gerardo Herrero, Mariela Besuievsky y Juan José Campanella.
FOTOGRAFÍA: Félix Monti.
CINEMAT/MONTADOR: Juan José Campanella.
MÚSICA: Juan Federico Jusid.


FICHA ARTÍSTICA

RICARDO DARÍN: Benjamín Espósito.
SOLEDAD VILLAMIL: Irene Menéndez Hastings.
PABLO RAGO: Ricardo Morales.
JAVIER GODINO: Isidoro Gómez.
GUILLERMO FRANCELLA: Sandoval.


El realizador Juan José Campanella regresa a la gran pantalla tras las magníficas “El hijo de la novia” y “Luna de Avellaneda”, con una personalísima producción de cine negro, interpretada con acierto y holgado talento por el reconocido Ricardo Darín y una deslumbrante Soledad Villamil.
La cinematografía argentina, capaz de revisitar los géneros y revolucionarlos, transformándolos con su escuela propia, al pasarlos por su tamiz e idiosincrasia, ha conseguido esta vez resucitar con vigor e inusitada originalidad, el género negro al que se recurre en ocasiones con excesiva facilidad para dotar a las películas de cierta comercialidad. Utilizado por autores noveles y consagrados como marco para presentar sus propuestas o como ejercicio de estilo, el policiaco, que no sólo se nutre de tramas detectivescas, sino también jurídicas, o con investigaciones periodísticas, ha sido protagonista de grandes obras del cine independiente como la que nos ocupa.
La película nos introduce en una escena clave del pasado: una dramática despedida en la estación ferroviaria de los personajes protagonistas, arropada con asombrosos efectos visuales que dotan a la escena de un lirismo desgarrador, con una estética pictórica profusa en elementos románticos, de exaltación sentimental, como si el director hubiera decidido capturar así no sólo la impresión del instante, sino también su intensidad.
Los rasgos esbozados terminan por definirse tras un salto en el tiempo que nos sitúa cronológicamente en una época contemporánea, cuando Benjamín Espósito, el espléndido Ricardo Darín, que encarna a un secretario judicial jubilado, investiga un antiguo caso criminal para inspirarse en el argumento de su nueva novela.
El actual oficio de escritor colmará el vacío que se ha instaurado en su vida, pero también resulta el pretexto ideal que dirige sus pasos, de nuevo, hacia Buenos Aires. En esta ciudad tendrá lugar, asimismo, el reencuentro más importante de su vida: Irene Menéndez Hastings, a quien da vida Soledad Villamil, quizás en uno de los mejores papeles de su carrera interpretativa. A través de un nuevo salto al pasado, esta vez hacia los años setenta, sabremos que se trata de su jefa en el juzgado y la mujer de la que se enamoró. El retroceso temporal nos sitúa en la Argentina de la dictadura, de la devastación y el terror que impusieron las juntas militares, con los miles de desaparecidos…
En este contexto histórico aparecerán nuestros peculiares y excéntricos personajes, despistados y surrealistas, alcohólicos y mujeriegos, más propios de Esperando a Godot o La cantante calva, antes seres disparatados que funcionarios judiciales. Esta es su respuesta ante el aparato judicial corrupto: la abulia y excusa, como las jocosas contestaciones de Salvador ante las llamadas insistentes que lo requieren, o sus improvisadas incursiones en la vivienda de una anciana donde resultan atacados por un inofensivo perrito de compañía y donde no pueden dejar un rastro más evidente de su presencia. De alguna forma este comportamiento terminará invistiéndoles con los galones de otra excelencia, la que no es cómplice de las desapariciones y torturas, la que elude los compromisos que tan sólo pueden conducir a la consolidación forzosa de un estado totalitario.
Benjamín finalmente logrará no sólo descifrar los misterios de un brutal homicidio, sino alcanzar incluso el prestigio y la estima de sus colegas tras conocer a Ricardo Morales, un hombre cuya única voluntad reside en el esclarecimiento de la verdad y la consecución de una justicia, allí donde la haya, tras la terrible pérdida de su mujer.
Esta actitud desafiante, de esperanza renovada, guía a Irene, Benjamín y Salvador, en su complejo periplo, colmado de obstáculos y cortapisas, para dar con el paradero del homicida, a pesar de las consecuencias que pueden acarrearles. De esta forma restablecen principios que ya creían perdidos para siempre, en medio de la confusión y la violencia, como el deber por vislumbrar el final del enigma y desenmascarar al culpable: esa máxima que inspiraba los pasos del propio Ulises, formulada por Sófocles en su “Antígona” o escenificada por Shakespeare en “Hamlet”.
Los antihéroes de Campanella llevan a arriesgar incluso sus propias vidas para recuperar el sentido de esa profesión quizás si en un tiempo respetada, ya desprestigiada, manteniendo encendida su antorcha en medio de la oscuridad que envuelve a una selva enmarañada de intereses económicos, favores pagados con ascensos, promociones como forma de transacción, inoperancia de las instituciones y de las administraciones judiciales, algo a lo que ya apuntaba el cine negro clásico de los años cuarenta y cincuenta.
La ironía y el humor recorre no sólo la construcción de los personajes, sino los mismos diálogos, la confección del guión, la trama argumental, alcanzando un equilibrio delicado, tan sólo reservado a los grandes directores, capaces de supervisar una pareja labor de dirección artística, puesta en escena y dirección de actores, lo cual aporta una difícil coherencia narrativa al conjunto.
Con esta producción, además, Campanella ha conquistado una cima que parecía tan sólo reservada a las producciones de grandes presupuestos: consigue levantar un cine lleno de ambiciones y de impecable factura, al tiempo que logra profundizar en la grandeza humana, en el sentido de la dignidad del individuo sencillo como respuesta definitiva a los oscuros temores, a nuestros más ocultos interrogantes.